¡Buen domingo para todos! La entrada de hoy sería un agradecimiento a Ro y su blog Recordando mis libros por haberme nominado al premio Dardos, pero como estoy sin internet (estoy publicando esto haciendo tethering con el teléfono celular, algo muy penoso lo mío) y quería actualizar sí o sí, opté por publicar un cuento mío, que escribí hace un tiempo, cuando comencé a bailar flamenco, algo que no me imaginaba ni remotamente que iba a hacer algún día en mi vida.
Espero que les guste, y cuando tenga una conexión decente, publicaré mis nominados.
Las castañuelas mágicas
Érase una vez una pequeña
bailaora, que según las comadres, había nacido cantando y no llorando, y que
antes de caminar, ya zapateaba.
La bailaora era pobre, su
familia era pobre, su pueblo era pobre, pero ella no lo sabía, nadie se lo
había dicho nunca.
Un día llegó al pueblo un
mercader que vendía pomadas, lociones, tónicos, y en su carro se anunciaba, con
letras doradas, que allí también se vendían “elementos mágicos”. El mercader
los exhibía, a los gritos, sobre una mesa cubierta con un paño verde.
Entre los elementos mágicos había elixires para el amor y el desamor, pócimas
que hacían crecer el cabello en un día y medio, perfuminas para espantar
pretendientes feos, y para atraer a los lindos, polvos para amansar suegras, e
instrumentos musicales. Eran pocos: una guitarrita que tocaba todos los ritmos,
dos tamborcitos con el que nunca se cansaban de tocar sus ejecutantes, tres
flautas dulces que imitaban el canto de los pájaros, y un par de castañuelas,
que parecían de oro.
La pequeña bailaora las vio y
se prendó de ellas, que fuera de su estuche, parecían no acaparar la atención
de ninguno de los niños que rodeaban a la pequeña, ya que estaban entretenidos
con los tamborcitos o las flautas.
“Tócanos, tócanos” dijeron las castañuelas.
Estiró su manita, ya iba a
tocar su brillante superficie dorada, cuando un palito, el mercader le golpeó
con suavidad los dedos.
–Se mira y no se toca. –la reprendió,
y continuó con sus gritos vendedores.
–Pero…quiero tocarlas.
–Tócanos, tócanos.
–¿Tienes dinero? Son
castañuelas mágicas, costosas. Mira, de la mejor madera y lustradas a tope.
¿Tienes dinero? –repitió.
–Tengo esto. –mostró su mano
abierta con dos monedas.
El mercader rió.
–Con eso no compras ni un
dulce.
La niña bajó la cabeza, no
tenía más que esas monedas, y para ella valían mucho. Por primera vez, supo que
era pobre.
Iba a darse la vuelta para
volver a su casa, cuando levantó la vista, desafiante, mirando al hombre. No se
rendiría tan rápido, su abuela siempre se lo decía.
–Tócanos, tócanos. –las oyó.
–Las quiero. Ellas me lo piden.
El mercader frunció el ceño,
carraspeó, miró las castañuelas. Colgadas de la manta verde por sus dorados
cordones, se movieron imperceptiblemente, pero lo suficiente para hacer un
chasquido. Sin dejar de mirarlas, el mercader asintió.
–Bien, esta noche habrá luna
llena, estás con suerte niña. Vendrás aquí, a la medianoche.
–No puedo, mi madre…
–¿Las quieres? Te escapas. Pero
ven preparada, tendrás que bailar. Si bailas, te las llevas.
–Qué fácil.
–No confíes tanto en tus pies y
tus dedos…
Feliz, la pequeña bailaora
volvió a su casa y esperó la noche. Rezó con su abuela, su madre la arropó,
apagó la vela, la casa quedó en silencio. Con esfuerzo, logró que sus párpados
no se cerraran, y cuando oyó las doce campanadas de la iglesia se escabulló
gateando por la casa, y salió por una ventana entornada. Llegó a la plaza
iluminada por la luna y allí vio el carro, dentro, una lucecilla. Se acercó y a
través de la lona, se asomó el mercader.
–Diez minutos tarde. –bajó y le
tendió una cajita de cristal, dentro, sobre una almohadilla de terciopelo rojo,
brillaban las castañuelas.
Sin que le advirtiera, la niña
apoyó con cuidado la cajita en el suelo y la abrió.
“Tócanos, tócanos” volvió a
escuchar.
Enredó sus finos cordones entre
sus pequeños dedos y las castañuelas efectuaron, solas, un repique. El mercader
trató de que su sonrisa fuera cubierta por las sombras, para que la niña no lo
viera.
–Ahora, baila.
–¿Qué bailo?
–Baila, demuestra que mereces
esas castañuelas.
A la luz de la luna, en la
plaza retumbaron los zapateos, las palmas, y las castañuelas, envolviendo la
noche con un manto de bulerías, soleá, fandangos, alegrías…A pesar de que eran
grandes para sus pequeñas manos, las castañuelas sonaban con energía.
–¡Bravo, bravo! –aplaudió el
mercader, cuando vio que la niña estaba agotada, pero seguía bailando–Anda,
llévatelas.
–¿De verdad? ¿Quiere decir que
he bailado bien?
–Claro que sí, de hecho, no
necesitas bailar para llevártelas. Dijiste que ellas te hablaron, significa que
las pudiste escuchar. Y ellas no le hablan a cualquiera, y no cualquiera las
oye. Son castañuelas mágicas, eligen a su dueño, saben quién las tratará como se
merecen, quien sentirá con el alma cada toque que les arranquen. Si te hice
venir aquí fue porque sabía que lo harías bien, y quería verlo. Ahora vete,
debo seguir mi camino. Si las cuidas, con ellas llegarás lejos tú también.
El mercader no se equivocó. La
pequeña bailaora creció para convertirse en una gran bailaora y con sus
“castañuelas de oro”, recorrió el mundo. Nunca le reveló a nadie dónde había
conseguido esas castañuelas, porqué nadie podía comprárselas, ni imitarlas, y
porqué las cuidaba con su vida.
Muchos años después, en un
lugar muy lejano de su pueblo natal, la bailaora del mundo murió, en su ley. Al
camposanto la llevaron en un cortejo de flores, lágrimas y rasguidos de
guitarras flamencas. Alguien guardó sus castañuelas en su caja de cristal y las
ocultó en un cajón de la habitación de la bailaora, a la espera de un museo
interesado en atesorarlas.
Esa misma noche, un mercader
pasó por la calle, silbó una melodía extraña, y puertas y ventanas de la casa
se abrieron con lentitud. Entró, revisó habitaciones, y encontró las
castañuelas. Abrió su cajita, pero no decían nada. Asintió, sabía que estaban
tristes.
–Ya encontrarán a alguien.
–susurró.
Las guardó en un bolsillo, y
silbó para que todo se cerrara.
Tiempo después, una medianoche,
el mercader aplaudía a otra pequeña bailaora, que en una plaza desierta, hacía
sonar el par de castañuelas a la luz de la luna.
Me gusto...es bastante adorable el final... A medida que lo iba leyendo sentía que me transmitías esa pasión que sentís por el baile, me gusto mucho, por más de que nunca haya bailado flamenco. Mil saludos, soy de C.B.A.. :)
ResponderEliminarMuchas gracias Shasmine!
Eliminar¡Holaaa! Pasando por aquí un poco tarde. Creí que iba a alcanzar la madrugada de ayer para leer, pero bueno, no pude hacerlo.
ResponderEliminar¡Me gusta mucho como escribes! Y me encantó el trama y a lo que va el cuento. Qué bello que bailas flamenco, me gustaría hacerlo un día pero bueno, la pereza en mí va primero. Como sea, es bueno leer otra cosa aparte de puros fanfictions, aunque pienso pasarme por algún fanfiction tuyo.
Besos y abrazos,
<3
Hola Salma, yo tambien soy hiper perezosa, incluso para bailar jaja, pero cuando lo hago me siento bien. Gracias por leer y comentar!
EliminarQue bella historia, en verdad me sorprenden siempre tus escritos.
ResponderEliminarPocas veces he tenido en mis manos unas castañuelas, y ni siquiera sé como agarrarlas, jajajaja, pero a lo que voy es que son un lindo instrumento, y son MÁGICAS, muy mágicas.
Besoooo ♥♥
Es un instrumento que aprendí a querer, básicamente porque es el único que toco (soy muy desastre para los otros) Gracias Lucy por pasarte siempre :)
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