La escuela y
la vida eran muy aburridas para Gina pero las exigencias de las monjas y las
tonterías de sus compañeras lo eran aún más. ¿A quién le importaba a cuántos
centímetros sobre la rodilla debía ir la falda? ¿A quién le importaba el
principio de Arquímedes o el análisis sintáctico? ¿O las letanías y oraciones
en latín de la misa obligada del viernes? Pese a que nada de esto le interesaba,
Gina estudiaba y estudiaba, su meta eran las mejores calificaciones.
Pero en los
primeros días de noviembre comenzó a notar algo raro: cuando llegaba a esas
ansiadas mejores calificaciones, se sentía vacía. Ni un solo conocimiento le
quedaba en la cabeza, tenía horas perdidas en estudiar algo para que luego
pintaran un “10” con rojo en alguna hoja de examen que quedaba olvidada. Su vida
estaba dedicada a eso, a un número del que nadie se acordaba.
No tenía amigas
en el colegio, sus compañeras sólo hablaban de muchachos y a ella, los muchachos
la aburrían. Un fiel ejemplo era su
hermano y su amigotes, sucios, holgazanes, hablando de fútbol, coches y mujeres
fáciles. ¿Eso les gustaba a sus compañeras? ¿Un sudado borracho y maleducado
con las mujeres? No entendía. Prefería escribir y leer sobre botánica, la
materia que la apasionaba. Las plantas y las flores eran su único amor.
Hasta que la
profesora enfermó y luego de dos semanas de intensa búsqueda, las monjas
encontraron una suplente, la señorita Smith. Cuando Gina la vio entrar al aula,
supo que algo cambiaría, no sabía qué, pero lo daba por hecho. Sus compañeras, siempre
ocupadas en otra cosa, seguramente no habían notado lo que ella sí.
Samantha Smith
era joven, recién recibida pero con aspecto de mujer grande, con sus gruesos
lentes de marco negro, su rodete que sujetaba con firmeza su cabello rubio y
casi siempre vestía un abrigado traje marrón.
-Buenos días
señoritas, mi nombre es Samantha Smith pero pueden, en secreto, llamarme
Samantha, no me gusta el “profesora”, somos todas jóvenes. Les impartiré la clase de botánica mientras
la señora Gilmour esté enferma. Escriban la fecha, hoy es 14 de diciembre de
1956 y…
Gina ya no
pudo seguir escuchando más. La voz de la profesora era dulce pero firme y sus
gestos al hablar eran armoniosos. Sabía mucho, por vez primera tenía delante a una
profesora que no dudaba sobre lo que hablaba.
Las clases
continuaron, salvo en el receso por Navidad. Cuando volvió en enero al colegio,
ya tenía descuidadas al resto de sus asignaturas: su día comenzaba y terminaba
con botánica, a veces sacaba libros de la biblioteca y los leía bajo las mantas
de la cama, alumbrándose con una linterna, cuidándose de que las monjas no la
vieran.
No entendía
porqué se sentía tan atraída por esa materia, sería porque admiraba a la
señorita Smith y a sus conocimientos tan nuevos para ella.
Comenzó a
enojarse con sus compañeras que no prestaban atención o molestaban en la clase
de botánica, sus notas en las asignaturas restantes bajaron, y descubrió que su
próxima y más importante meta era llegar a la universidad y estudiar botánica,
ser como la profesora Smith.
Un día
cubierto de nieve, en el que bostezaba en la clase de matemáticas, miró por la
ventana y vio salir del colegio y dirigirse a su auto a la señorita Samantha. La
vio abrocharse el abrigo con rapidez, ponerse unos guantes de piel, desatar su
cabello para dejarlo caer, sacudiendo la cabeza, en una lluvia de bucles color
oro, brillantes y suaves. Ante esa visión, Gina comprendió todo: no amaba la
botánica, amaba a esa mujer.
Lo que
siguió fue un fuerte sentimiento de culpa, la certeza de que iba a pudrirse en
el infierno, el rechazo a ir a misa. Temió estar poseída, pero sería inútil
confesarlo el viernes santo, el cura le contaría a la superiora y la
expulsarían y ¿qué diría en su casa? Lo peor era que expulsarían a Samantha, y
ella no quería perjudicarla.
Después de
pasar con mucho dolor ese período, se sintió rebelde: estaba contenta, estaba
descubriendo el amor de una forma muy distinta al resto de las chicas, una vez
más sería original comparada con su compañeras, no amaba a tipos asquerosos,
amaba a una mujer perfecta, delicada y sabia.
Su vida comenzó
a tener sentido, ya no se encuadraba dentro del estudio, quería terminar para
poder salir de ese colegio y ser libre de ataduras, se imaginaba viviendo con
Samantha, escuchando sus lecciones día y noche, leyendo libros juntas,
investigando plantas en el bosque…Luego sus pensamientos se convirtieron en
algo más, que hasta a ella la sorprendió, soñaba que la besaba o que sentía su
piel.
-Muy bien
Gina, excelente tu trabajo.
-Gracias
Samantha.
-Estoy
armando un grupo de estudio con diferentes alumnos de escuelas, trabajamos
sobre la botánica, hacemos pequeñas investigaciones…Es más que nada para que se
relacionen con otros chicos y aprendan más. ¿Te gustaría participar? Es mi primer
proyecto extraescolar…
-¡Claro que
sí!
-Pediré permiso
para que te dejen salir por la tarde, nos reunimos dos veces por semana en el
laboratorio de un amigo mío.
Su sueño de
estar más cerca de ella y por más tiempo se cumplía, no podía creerlo. Durante un
mes, Samantha pasaba por el colegio, a las cuatro de la tarde los días martes y
jueves y llevaba a Gina en su coche. El viaje era corto, y más aún para Gina. En
el trayecto hablaban poco, Samantha era algo cortante y ella, tímida. Sí le
había comentado que estaba aburrida en el colegio y Samantha la apoyó, diciendo
que estaba en contra de los colegios así. Era la primera vez que oía a una
profesora pronunciarse contra un colegio. Eso le dio esperanzas, quizás Samantha
estaba enojada con monjas y curas por no
aceptar a las personas como eran. Quizás Samantha fuera igual a ella.
El grupo se
disolvió poco tiempo después, los alumnos no tenían el suficiente tiempo para
asistir. Gina se tuvo que conformar con sólo verla en la escuela, y fue por apenas
unas semanas más, porque la profesora titular se recuperó y volvió, y Samantha
se despidió de todas para desaparecer tal como había aparecido.
Juró que el
día de su cumpleaños número dieciséis iría
a su casa y le contaría todo lo que le pasaba. Ya no aguantaba mas, toda
su vida estaba ahora proyectada alrededor de esa mujer, y ella debía saberlo. Le
pidió a una de las monjas la dirección con la excusa de que tenía que
devolverle un libro que le había prestado cuando el grupo aún se reunía. La obtuvo
sin problemas y esperó.
Los días
parecían hojas de un árbol, que caían lentamente. Gina se desesperaba, nunca
había esperado con tantas ansias su cumpleaños. A fin el día y luego de soplar
las velitas del pastel rosado que su madre le llevó a la cama y de aguantar las
bromas de su hermano, puso rumbo hacia la casa de Samantha. Estaba lejos, pero
caminó a pesar del frío y la nieve, para calmar sus nervios. Ya tenía pensado lo
que diría y cómo lo diría, imaginaba que Samantha le diría que ya lo sabía y
que la besaría y que todo sería felicidad. Juntas le harían frente al mundo y
lo disfrutarían, ella ya no tenía problemas ni culpas.
Llegó a la
casa y con el corazón en la boca, tocó timbre. Se abrió la puerta y, para su
sorpresa, un hombre alto, apuesto, con un niñito en brazos, le sonrió.
-¿Sí? –preguntó
sin borrar su sonrisa.
-Buscaba a…Samantha
Smith. ¿Es de por aquí?
-De aquí,sí.
¿Eres una alumna? Mi esposa no está, pero puedes venir en una o dos horas, salió
a hacer compras.
-No…no sabía
que era casada.
-Ja, es que
no estamos casados. Pero no se lo digas a las monjas –rió.
Hasta ese
momento, Gina nunca había sabido que el mundo podía derrumbarse en tan sólo un segundo,
con unas pocas palabras. Agradeció como pudo y se alejó de allí corriendo,
conteniendo las lágrimas.
La vida de Gina, otra vez, volvía a no tener sentido.
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