sábado, 25 de enero de 2014

Cuando se ama a otra flor.


La escuela y la vida eran muy aburridas para Gina pero las exigencias de las monjas y las tonterías de sus compañeras lo eran aún más. ¿A quién le importaba a cuántos centímetros sobre la rodilla debía ir la falda? ¿A quién le importaba el principio de Arquímedes o el análisis sintáctico? ¿O las letanías y oraciones en latín de la misa obligada del viernes? Pese a que nada de esto le interesaba, Gina estudiaba y estudiaba, su meta eran las mejores calificaciones.
Pero en los primeros días de noviembre comenzó a notar algo raro: cuando llegaba a esas ansiadas mejores calificaciones, se sentía vacía. Ni un solo conocimiento le quedaba en la cabeza, tenía horas perdidas en estudiar algo para que luego pintaran un “10” con rojo en alguna hoja de examen que quedaba olvidada. Su vida estaba dedicada a eso, a un número del que nadie se acordaba.
No tenía amigas en el colegio, sus compañeras sólo hablaban de muchachos y a ella, los muchachos la aburrían.  Un fiel ejemplo era su hermano y su amigotes, sucios, holgazanes, hablando de fútbol, coches y mujeres fáciles. ¿Eso les gustaba a sus compañeras? ¿Un sudado borracho y maleducado con las mujeres? No entendía. Prefería escribir y leer sobre botánica, la materia que la apasionaba. Las plantas y las flores eran su único amor.
Hasta que la profesora enfermó y luego de dos semanas de intensa búsqueda, las monjas encontraron una suplente, la señorita Smith. Cuando Gina la vio entrar al aula, supo que algo cambiaría, no sabía qué, pero lo daba por hecho. Sus compañeras, siempre ocupadas en otra cosa, seguramente no habían notado lo que ella sí.
Samantha Smith era joven, recién recibida pero con aspecto de mujer grande, con sus gruesos lentes de marco negro, su rodete que sujetaba con firmeza su cabello rubio y casi siempre vestía un abrigado traje marrón.
-Buenos días señoritas, mi nombre es Samantha Smith pero pueden, en secreto, llamarme Samantha, no me gusta el “profesora”, somos todas jóvenes.  Les impartiré la clase de botánica mientras la señora Gilmour esté enferma. Escriban la fecha, hoy es 14 de diciembre de 1956 y…
Gina ya no pudo seguir escuchando más. La voz de la profesora era dulce pero firme y sus gestos al hablar eran armoniosos. Sabía mucho, por vez primera tenía delante a una profesora que no dudaba sobre lo que hablaba.
Las clases continuaron, salvo en el receso por Navidad. Cuando volvió en enero al colegio, ya tenía descuidadas al resto de sus asignaturas: su día comenzaba y terminaba con botánica, a veces sacaba libros de la biblioteca y los leía bajo las mantas de la cama, alumbrándose con una linterna, cuidándose de que las monjas no la vieran.
No entendía porqué se sentía tan atraída por esa materia, sería porque admiraba a la señorita Smith y a sus conocimientos tan nuevos para ella.
Comenzó a enojarse con sus compañeras que no prestaban atención o molestaban en la clase de botánica, sus notas en las asignaturas restantes bajaron, y descubrió que su próxima y más importante meta era llegar a la universidad y estudiar botánica, ser como la profesora Smith.
Un día cubierto de nieve, en el que bostezaba en la clase de matemáticas, miró por la ventana y vio salir del colegio y dirigirse a su auto a la señorita Samantha. La vio abrocharse el abrigo con rapidez, ponerse unos guantes de piel, desatar su cabello para dejarlo caer, sacudiendo la cabeza, en una lluvia de bucles color oro, brillantes y suaves. Ante esa visión, Gina comprendió todo: no amaba la botánica, amaba a esa mujer.

Lo que siguió fue un fuerte sentimiento de culpa, la certeza de que iba a pudrirse en el infierno, el rechazo a ir a misa. Temió estar poseída, pero sería inútil confesarlo el viernes santo, el cura le contaría a la superiora y la expulsarían y ¿qué diría en su casa? Lo peor era que expulsarían a Samantha, y ella no quería perjudicarla.

Después de pasar con mucho dolor ese período, se sintió rebelde: estaba contenta, estaba descubriendo el amor de una forma muy distinta al resto de las chicas, una vez más sería original comparada con su compañeras, no amaba a tipos asquerosos, amaba a una mujer perfecta, delicada y sabia.
Su vida comenzó a tener sentido, ya no se encuadraba dentro del estudio, quería terminar para poder salir de ese colegio y ser libre de ataduras, se imaginaba viviendo con Samantha, escuchando sus lecciones día y noche, leyendo libros juntas, investigando plantas en el bosque…Luego sus pensamientos se convirtieron en algo más, que hasta a ella la sorprendió, soñaba que la besaba o que sentía su piel.
-Muy bien Gina, excelente tu trabajo.
-Gracias Samantha.
-Estoy armando un grupo de estudio con diferentes alumnos de escuelas, trabajamos sobre la botánica, hacemos pequeñas investigaciones…Es más que nada para que se relacionen con otros chicos y aprendan más. ¿Te gustaría participar? Es mi primer proyecto extraescolar…
-¡Claro que sí!
-Pediré permiso para que te dejen salir por la tarde, nos reunimos dos veces por semana en el laboratorio de un amigo mío.
Su sueño de estar más cerca de ella y por más tiempo se cumplía, no podía creerlo. Durante un mes, Samantha pasaba por el colegio, a las cuatro de la tarde los días martes y jueves y llevaba a Gina en su coche. El viaje era corto, y más aún para Gina. En el trayecto hablaban poco, Samantha era algo cortante y ella, tímida. Sí le había comentado que estaba aburrida en el colegio y Samantha la apoyó, diciendo que estaba en contra de los colegios así. Era la primera vez que oía a una profesora pronunciarse contra un colegio. Eso le dio esperanzas, quizás Samantha estaba enojada con  monjas y curas por no aceptar a las personas como eran. Quizás Samantha fuera igual a ella.

El grupo se disolvió poco tiempo después, los alumnos no tenían el suficiente tiempo para asistir. Gina se tuvo que conformar con sólo verla en la escuela, y fue por apenas unas semanas más, porque la profesora titular se recuperó y volvió, y Samantha se despidió de todas para desaparecer tal como había aparecido.
Juró que el día de su cumpleaños número dieciséis iría  a su casa y le contaría todo lo que le pasaba. Ya no aguantaba mas, toda su vida estaba ahora proyectada alrededor de esa mujer, y ella debía saberlo. Le pidió a una de las monjas la dirección con la excusa de que tenía que devolverle un libro que le había prestado cuando el grupo aún se reunía. La obtuvo sin problemas y esperó.
Los días parecían hojas de un árbol, que caían lentamente. Gina se desesperaba, nunca había esperado con tantas ansias su cumpleaños. A fin el día y luego de soplar las velitas del pastel rosado que su madre le llevó a la cama y de aguantar las bromas de su hermano, puso rumbo hacia la casa de Samantha. Estaba lejos, pero caminó a pesar del frío y la nieve, para calmar sus nervios. Ya tenía pensado lo que diría y cómo lo diría, imaginaba que Samantha le diría que ya lo sabía y que la besaría y que todo sería felicidad. Juntas le harían frente al mundo y lo disfrutarían, ella ya no tenía problemas ni culpas.

Llegó a la casa y con el corazón en la boca, tocó timbre. Se abrió la puerta y, para su sorpresa, un hombre alto, apuesto, con un niñito en brazos, le sonrió.
-¿Sí? –preguntó sin borrar su sonrisa.
-Buscaba a…Samantha Smith. ¿Es de por aquí?
-De aquí,sí. ¿Eres una alumna? Mi esposa no está, pero puedes venir en una o dos horas, salió a hacer compras.
-No…no sabía que era casada.
-Ja, es que no estamos casados. Pero no se lo digas a las monjas –rió.  
Hasta ese momento, Gina nunca había sabido que el mundo podía derrumbarse en tan sólo un segundo, con unas pocas palabras. Agradeció como pudo y se alejó de allí corriendo, conteniendo las lágrimas.

La vida de Gina, otra vez, volvía a no tener sentido.









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