sábado, 25 de abril de 2015

Flores en el alambrado (II) Eva.




Muchos días separaban ese momento del otro momento. Ambos momentos eran terribles. Este momento, el de su presente, era vivido con angustia, dolor, y sobre todo, mucha impotencia. El otro momento, el pasado hacía casi tres meses, era revivido con la misma angustia, el mismo dolor, y sobre todo, con la misma impotencia. A Eva le habían dicho que lo que se avecinaba sería tremendo, y ella lo imaginó con su mente de escritora, pero se había quedado corta. Ojalá hubiera sido como lo imaginó, y no lo que veían sus ojos.
Auschwitz era un nombre que muchas veces oyó, pero nunca se había molestado en averiguar bien de qué se trataba. Lo tendría que haber hecho, dejar por aunque sea un rato su delirio intelectual de judía más o menos rica y haberse ocupado de saber de antemano que la casa con la que soñaba en la bohemia París no existiría nunca, y que su próximo hogar era ese nombrado y temido Auschwitz.
Estaba presa sin haber cometido ningún delito, ni una mínima infracción a la ley, ni siquiera cuando los soldados la sacaron de su casa aquella mañana se atrevió aunque sea a escupirlos. En ese momento, aún confiaba en la educación, la fineza, y el respeto, a pesar de esos soldados. Para su suerte, dejó de creer en esas cosas cuando se percató de que no le servirían para sobrevivir en un sitio como en el que estaba.
Miró hacia la pequeña fogata encendida a unos pocos metros, alrededor de la cual se acurrucaban unas cinco o seis mujeres. Estiró con las manos las mangas del fino suéter que llevaba, como si con ese gesto pudiera abrigarse más. Luego rebuscó bajo su falda, cuidando de no caerse de la lata en la que se había sentado. Al fin encontró lo que guardaba con tanto celo atado a la cintura con una tira de cuero: un cuaderno y una pluma. Lo abrió sobre su regazo, temblando de frío le quitó el capuchón a la pluma. Realizó un trazo pero la soltó casi con asco. A veces se odiaba, y esa era una de esas veces. Se odiaba por no dejar su intelectualidad ni siquiera en ese infierno helado. En ese mismo instante estaban matando gente, quizás a su hermano, a la esposa de su hermano, o a su padre. Y ella allí, escribiendo como lo hacía siempre. Escribiendo en la misma lengua y quizás utilizando la misma marca de pluma que el que escribía los discursos para Hitler. O peor, quizás Hitler en ese mismo momento, también estaba escribiendo. Como ella.
Sintió un calor conocido a su lado, levantó la vista y sonrió. Lana estaba en cuclillas, acurrucada junto a ella y tratando de abrigarse con su cárdigan poblado de agujeros.
–¿Escribías? –preguntó con su voz tan dulce, seguramente lo único dulce que quedaba en ese lugar.
–No…Creo que no escribiré más.
–¿Por qué? Me gustan tus historias, las cuentas de un modo muy bello. Vamos, escribe una para mí y léemela esta noche.
Para convencerla, Lana le pasó un brazo por la espalda a modo de abrazo, y Eva ahogó un quejido al sentir dolor. Aún no había cicatrizado el tatuaje con el número, y suponía que probablemente estuviera infectado.
Cerró el cuaderno de un golpe, negando con la cabeza.
–Lo siento Lana, ya no tengo más ideas. –se puso de pie para acercarse a la fogata, dispuesta a arrojar allí a su cuaderno.
–¡No! –exclamó–¿Qué haces?
–Te dije que ya no escribiré, ¿para qué lo quiero? Al menos que dé un poco de calor, que tenga utilidad.
Las mujeres que las miraban sonrieron agradecidas: muy poco se encontraba o les daban para hacer un fuego más o menos digno, y unas hojas de papel no venían nada mal.
Pero la insistencia de Lana, su principal característica, sólo logró que Eva perdiera la paciencia. Si quemaba el cuaderno, Lana se pondría peor y no pararía hasta encontrar otro así tuviera que remover todo el campo para conseguirlo. Y si lo conservaba, tampoco pararía de pedirle que escriba.
Salió caminando disparada hacia cualquier parte, para sacársela de encima. Le dolía hacerle eso, pero  necesitaba un poco de aire. Era curioso que necesitara eso cuando estaban todo el día a la intemperie, pero quería aire para su cabeza, olvidar por unos instantes la tierra que sus pies pisaban  y todo lo relacionado a ese horrible lugar, hasta a Lana. Pero ella igualmente la siguió, como un perrito, y la alcanzó.
–¡Eva! ¡Eva, ¿qué te pasa?
No le contestó, sino que apuró más el paso. Le daba pena, Lana estaba muy delgada y correr la estaba agotando, oía su respiración agitada. Trató de no escuchar eso y cerró los ojos para no ver ni la nieve, ni los desperdicios, ni los alambres electrificados, ni las mujeres acurrucadas tratando de amamantar a sus hijos. Necesitaba aire, o quizás oscuridad para su vista y su alma.
–¡Eva!
Lana la trajo de vuelta a la cruda realidad, agarrándola de un brazo.
–Ay, ¿qué quieres? ¿Puedes dejarme en paz un minuto? –estalló.
–Pero...¿ por qué?
–¡Porque quiero estar sola! ¡No quiero pensar en este lugar maldito! ¡Déjame! Vamos, fuera.
Lana la miró, dolida, y Eva se arrepintió enseguida porque la chica estaba con los ojos empañados en lágrimas.
–Discúlpame, no quería tratarte así. –dijo casi en un susurro–Es que…No me siento muy bien, y quería estar sola. Lana, tu me pides que escriba, y yo, sinceramente, no puedo escribir. No tengo otra cosa en la mente que no sea esto, no puedo evadirme de esta realidad. Mira lo que es, nos dan basura para comer, están matando personas, a otros los vemos como poco a poco se van muriendo de hambre. Tú y yo no hicimos nada, sólo somos judías, o en mi caso, sólo lo parezco porque nunca me importó. No puedo escribir, negándome a ver lo que nos rodea.
–Pero venías haciéndolo…
–Lo sé, pero ya no. Lo siento.
Lana asintió, secándose las lágrimas con sus dedos sucios. Eva quiso acercarse y abrazarla, pero una guardia las separó con violencia y agarró a Lana de un mechón de cabello.
–¡Te toca! ¡A trabajar!
Le dio un empujón tan fuerte que Lana cayó de bruces al suelo. Eva se estremeció al verla, y más cuando vio que la chica se levantaba con dificultad, pero sin inmutarse. Parecía, pero no era tan frágil.
La guardia siguió empujándola hasta que Eva ya no pudo ver el cabello rojizo de Lana volando al viento.
–¿Y tú qué haces? ¡A comer! –le ordenó otra mujer, agarrándola del suéter, justo del lado donde tenía el tatuaje. Soltó un quejido, preguntándose cómo algunas mujeres podían maltratar así a otras mujeres si todas tenían los mismos problemas: maridos aprovechadores, hijos desagradecidos, trabajos mal pagos…No entendía qué la diferenciaba a ella de esa guardia para que la tratara así.
Se negó a comer el pan duro remojado en un caldo casi marrón, y se lo dio a otra mujer, delante mismo de la guardia, que le dijo unas inentendibles palabras en alemán que Eva interpretó como insultos, y la abofeteó. Aunque el estómago le rugía y la mejilla le latía con fuerza,  caminó a sentarse al barracón donde tenía su litera. Agarró el cuaderno, que había llevado todo ese rato bajo el brazo, sin darse cuenta. Casi rió al notar eso:  había caminado, había sido empujada, abofeteada e insultada, siempre con el cuaderno bajo el brazo. Cualquier escritor o poeta valoraría esa escena como un  atisbo de cultura en medio de la crueldad. Anotó esa idea para recordarla y usarla, si algún día salía de allí.
Abrió el cuaderno y, temblando igual que antes, destapó la pluma. Otro trazo, inútil. Sentía la rabia hacia sí misma floreciendo otra vez, y además, no sabía qué escribir. Cuando le había dicho a Lana que no tenía ideas, no mentía. Pensó en ella, ya que el cuento era para regalárselo. Lana, qué chica tan duce y sola, qué chica tan desamparada. Qué chica tan parecida a ella. Jamás en su vida la había visto hasta que se encontraron allí, y Lana se había pegado a ella como un perito abandonado. De ella solo sabía que tenía apenas dieciocho años y que su padre había sido asesinado por los nazis en el almacén que tenía la familia. De su madre no sabía nada, salvo que había muerto cuando era una pequeñita, y tampoco le preguntaba porque sabía muy bien lo que se sentía.
Lana la seguía a todas partes y la miraba con admiración, quizás impresionada por saber que Eva era “escritora”. Escritora de ningún libro, la corregía cuando la chica se lo mencionaba, y era en vano porque siempre volvía a decírselo, como si no le importara que Eva ya había dejado su sueño porque su vida cómoda de veinticinco años estaba muerta, al igual que su poco talento. Eso lo demostraba la página en blanco con apenas una rayita de tinta. Otra ve cerró el cuaderno, enfurecida con ella, con ese lugar, con ese mundo que permitía todo eso que estaba ocurriendo. Pero cerró sus ojos y se obligó a imaginar algo bueno, algo que no fuera tan tétrico ni que tampoco  estuviera relacionado con su vida anterior. Algo nuevo. Algo que fuera digno de un cuento para Lana. Le costó bastante, era increíble cómo unos días en el peor lugar del mundo podían borrar de la mente cualquier imagen bella. Los nazis estaban logrando su objetivo.
Poco a poco fue elaborando algo hermoso, y poco a poco fue abriendo los ojos pero manteniendo esa imagen, y poco a poco fue escribiéndola. A lo lejos, vio las llamaradas de las chimeneas de los hornos y las cámaras. Tembló, pero en esas llamas intento ver fuegos de artificio, y en las caras de las demás mujeres, intentó ver felicidad, y en ese odio que la apresaba, intentó ver amor.
El cuento fue tomando forma hasta que apareció Lana, agotada, más débil que nunca, casi arrastrándose, con un labio sangrando. Pese a eso, cuando la vio escribir, tuvo fuerzas para sonreír. Se sentó en el suelo y apoyó su  cabeza en la litera de Eva, que dejó a un lado su cuaderno para limpiarle la sangre con el pañuelo que llevaba al cuello.
–Déjame, amiga. Tú sigue escribiendo.
Eva asintió, viendo cómo a Lana, en pocas horas, la habían convertido casi en un fantasma. Le llevaría unos días recuperarse y no lo lograría del todo. Continuó escribiendo, apurándose porque sabía que en cualquier momento a ella le tocaría convertirse en ese fantasma que ya era Lana, y le costaría aún más días recuperarse un poco. Mientras escribía, con la mano libre le acariciaba el cabello, tratando de calmar sus inaudibles quejidos de dolor, hasta que Lana se quedó  dormida. Eva, en ese rostro de dolor, intentó ver el sueño de una princesa llena de alegría y esperanza.
Terminó el cuento y escuchó gritos de las guardias dando órdenes. Algo estaba ocurriendo, pero no sabia qué era. Iba a estampar su firma cuando se quedó sin tinta en la pluma.
–Será una señal de que esto también está terminado. –se dijo en un suspiro, mirando su firma a medias.
Después, una guardia le arrancó su cuaderno y lo arrojó al suelo, la misma mujer levantó a Lana y otra la agarró por los hombros a ella, obligándola a ponerse en una de las dos filas que estaban formándose con todas las mujeres. A Lana la pusieron en la otra fila, quedando a la par de Eva.
–Me contarás mi cuento cuando nos lleven ahí, ¿verdad?
–Claro que sí, Lana. –sonrió entre lágrimas–.Ya te contaré tu cuento.


5 comentarios:

  1. Qué tristeza, es muy nostálgico. No hay manera de que esta historia puede que haya pasado en realidad, si, en la dura realidad. Sin embargo Eva terminó el cuento donde ella intentaba ver la belleza en un infierno para esa época.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. AY DIOS MARÍA LUJÁN MIRÁ CÓMO ME HACÉS PONERRR ;_; me dejaste sensible, nonono no doy más </3. Escribís HERMOSO, sinceramente HERMOSO. Sentí tantas cosas leyendo esto que bueno... no sé cómo explicarlo :( lo que sí me dejaste sensible, no me caben dudas.

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  4. Hola nena quería comentarte porque me acordé de lo grosera, caprichosa y vulgar que es la princesa beatle y me pasé por el blog para ver si seguis haciendote la dulce princesita (cuando en realidad un monstruo). jajajajjajaja ah tambien para recordarte que argentina es lo peor

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  5. ¡Hola! Te nominé a un premio en mi blog fuckthemundanes.blogspot.com
    Nos leemos! Mai

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